Santo Domingo.- La vida, tan frágil como un suspiro. Nos sostenemos en un delicado equilibrio: si el sol arde demasiado, la piel se quiebra; si el agua escasea, nos marchitamos; si nos rodea en exceso, nos arrastra. Basta un instante para recordarnos lo vulnerables que somos, y aun así, solemos vivir como si fuéramos eternos.

Corremos detrás de urgencias que no lo son, acumulamos preocupaciones que mañana se olvidarán, postergamos abrazos, palabras y gestos que quizá ya no tengamos oportunidad de dar. Nos cuesta aceptar que lo verdaderamente importante —el amor, la salud, la paz interior, la compañía de quienes amamos— no debería ser lo último en nuestra lista, sino lo primero.

La fragilidad de la vida no es un castigo, es un recordatorio. Nos dice que cada día es un regalo, que no podemos darnos el lujo de vivir en automático, ni de gastar la existencia en lo superficial. Nos invita a detenernos, a elegir lo esencial, a valorar lo que hoy tenemos antes de que se nos escape de las manos.

Quizás la lección más grande sea esa hermano: hacer de lo más importante, lo más importante. Porque al final, lo que nos sostiene no son las cosas, sino los vínculos; no es el tiempo acumulado, sino el tiempo bien vivido.

Hoy mi corazón también se llena de gratitud con la vida, por la maravillosa oportunidad de haberme estrenado como tía con Iván Eduardo, uno de los seres más nobles y angelicales que he conocido. Tan así, que hasta su abuela se inspiró en su primer libro sobre ángeles en ese amado nieto.

Nunca me reclamaste por decirte “Ivancito”, compartiste tu música y tu pasión conmigo, y aunque en mi más reciente viaje a Miami te pedí atención y palabras, me regalaste una de tus respuestas más sabias: una sonrisa. Conocí a tus gatos, escuché tus melodías y me confesaste que preferías la calma de su compañía antes que el bullicio de la calle. A la mañana siguiente me hiciste desayuno y 2 cappuccini… por que uno no era suficiente, encima de todo no me dejaste fregar los platos, tampoco me permitiste hacerte fotos, ni videos, ni siquiera para uso interno, dime Ivancito!

Y como el ángel que siempre fuiste, te marchaste en silencio, sin dolor, en paz, dormido. El vacío será inmenso, pero la fe y la esperanza consuela los corazones de quienes te amamos.
Gracias, Ivancito. Hoy celebro y honro tu vida, sé que nos volveremos a encontrar, porque personas como tú no mueren: solo migran hacia lugares de luz.

Hasta luego sobrino.

Con amor, tu tia Ruth Amelia

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